En Que sangre la violencia, como la encontramos antes en los poemas de Soledad Castresana, está dispuesta bajo el pie de luz. Se trata de la violencia que el cuerpo de mujer recibe, pero también de la que el cuerpo ejerce sobre un corazón que por momentos parece perdido en él como en una casa enorme y vacía. Castresana acude directamente a las cicatrices, para abrirlas de par en par. La voz que se nos dirige está en estado de aullido, bajo un credo desgarrado en la intemperie. Aparece la confusión de la fe, la desesperación de la fe; una magia que se saltea el cuerpo. Algún grado de misticismo cimarrón: cruza de creencias y adivinaciones sacudidas por la extranjería y por la aparición de la hija, la que refunda el universo.

Hay un arco entre Carneada, el primer libro de la autora, y este último. La flecha sanguinolenta que entonces tensaba sus versos sigue, empecinada y feroz, aumentando su potencia. Castresana no suelta el disparo, y allí reside su gracia: lo que alcanza el centro es su mirada impiadosa, esa lanza total que no necesita tocar “la calma de las cosas” para pulverizarlas.

la velocidad de la sangre

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En Que sangre la violencia, como la encontramos antes en los poemas de Soledad Castresana, está dispuesta bajo el pie de luz. Se trata de la violencia que el cuerpo de mujer recibe, pero también de la que el cuerpo ejerce sobre un corazón que por momentos parece perdido en él como en una casa enorme y vacía. Castresana acude directamente a las cicatrices, para abrirlas de par en par. La voz que se nos dirige está en estado de aullido, bajo un credo desgarrado en la intemperie. Aparece la confusión de la fe, la desesperación de la fe; una magia que se saltea el cuerpo. Algún grado de misticismo cimarrón: cruza de creencias y adivinaciones sacudidas por la extranjería y por la aparición de la hija, la que refunda el universo.

Hay un arco entre Carneada, el primer libro de la autora, y este último. La flecha sanguinolenta que entonces tensaba sus versos sigue, empecinada y feroz, aumentando su potencia. Castresana no suelta el disparo, y allí reside su gracia: lo que alcanza el centro es su mirada impiadosa, esa lanza total que no necesita tocar “la calma de las cosas” para pulverizarlas.