La furia puede ser más grande que el enojo, más roja que la tristeza, más pesada que el resentimiento. Puede ser más feroz que la rabia y más duradera que un berrinche. Es una emoción fuerte y difícil, aunque a veces, frente a las injusticias o los malos tratos, aparece y resulta imposible contenerla. Liliana Bodoc nos cuenta en este libro su primer día de furia, ese en el que fue testigo de la humillación de su gente querida. Pero también nos descubre una extraordinaria posibilidad: la de conjurar la furia con el poder de las palabras

 

 

Por Liliana Bodoc.

 

La furia, como moneda que es, tiene dos caras: puede ser látigo sobre la avaricia de los mercaderes, pueden ser patadas contra las costillas del caído.

La furia, como máscara que es, tiene dos muecas; la del oprobio y la de Dios. Habrá que decir que nada se opone tanto y para siempre como las dos caras de una misma cosa, tal vez porque la diferencia es lo único que les da identidad. Soy cruz porque no soy cara. Soy Dios porque no golpeo a un niño.

Aunque de lejos sus ademanes se parezcan, hay diferencias constitutivas entre la una y la otra. A mí me gusta pensar en los motivos.

Los motivos de la furia que llamaré, provisoriamente, divina, deben ser entendidos como metáforas. Furia que no tiene un destinatario específico, que no intenta someter a un individuo sino impugnar un mundo. Furia, en cierto modo, como una acción performática y estética que procura desbaratar la conciencia hegemónica, la idiotez hegemónica.

Y bien, aquella furia de mis 9 años quiso ser divina.

Y fue tan decisiva que aun perdura, y soy capaz de revivirla como si no hubiesen pasado 50 años desde la noche en que el flamante director de la cementera llegó a cenar a mi casa.

Fue un acto de gentileza por parte de mi padre, jefe del laboratorio, que por entonces lidiaba con su reciente viudez y sus viejas deudas, severamente agravadas.

Mi abuela salió al rescate. La vi lavar acelga, picar bien finita la cebolla, la vi acumular una pila de panqueques, y cocinar la salsa con su estofado durante un tiempo considerable. La vi poner en agua jabonosa las flores de plástico para que lucieran como recién cortadas de un jardín imaginario. Y por último, la vi hacer malabares para llegar al postre.

¿Se acuerdan? Esa crema de vainilla, leche, azúcar, huevos, con canela a veces, o con cascarita de limón... Después de una cena silenciosa y tensa, llegó el postre y con él mi primer y peor día de furia.

El ingeniero director encendió un cigarrillo, asunto que en ese tiempo era plenamente admisible.

Tal vez por mi estatura, quién sabe. La cosa es que yo advertí el desprecio incipiente en el modo en que apartó de sí la compotera de vidrio azul, generosa de crema de vainila. Entonces apoyé la barbilla en la mesa, y me quedé observando, vigilando, segura de que se avecinaba un mal momento. Y, en efecto, llegó.

Fue exactamente cuando el ingeniero director, en un gesto ostentoso, apagó el final de su cigarrillo en la crema de vainilla que no había tocado, justo en el centro.

Mi abuela agachó la cabeza. Mi mundo humillado. Así como recordaron la crema recordarán esas lágrimas que antes de resbalar, queman. Esa fue mi primera acción. Y de inmediato se desató una performance desquiciada.

Me paré y di un grito que debió ser incomprensible para los presentes. Grité, chillé. El grito tomaba aire y continuaba. Empecé a golpear el piso con los pies y a manotear el aire. Me recuerdo como un animal, coceando y alzando el cogote. Indomable aun para mi padre que intentaba sostenerme.

"Hace poco que se murió la mamá", dijo mi abuela a modo de justificación. Del invitado no sé decir nada porque no lo veía.

Estuve sola en las cuatro esquinas de la asfixia, atragantada de palabras desconocidas, sacudida por el hipo, modelo de Edvard Munch, hija de Aguirre. Así, hasta que la chorreadura de mocos me detuvo en seco.

Mi abuela se disculpó por mí y me llevó al dormitorio. 50 años después no quiero realizar el movimiento de culpar a mi orfandad de aquella primera furia, no quiero quitarle a ese hombre ni un gramo de responsabilidad. Al revés, reinvindico esa furia como un bautismo. Me aferro a ese látigo, sigo escribiendo con la barbilla sobre la mesa, y escucho el crujido de la brasa contra la ofrenda.

"A usted le hablo, señor que lo invitamos a mi casa, yo pienso que si no le gustaba lo dejaba y listo, yo me lo comía después, porque mi abuela no tira nada, ni el pan duro, señor que lo invitamos a comer canelones y usted apagó el cigarrillo en el postre que es difícil de hacer porque hay que estar revolviendo y revolviendo para que no se agrume, y después un secreto para que no se le haga cascarita arriba, porque si hubiera tenido cascarita usted no podía apagar el cigarrillo. ¿Viste abuela?, eso te pasa por esmerarte. Cuando estoy con la barbilla en la mesa es porque pienso, y ahora pienso que usted va a apagar el cigarrillo sobre la gente, o "disparen al negro" que es lo mismo, o se habrá desbarrancado o fueron los indios pata sucias... Cuando sea grande voy a cocinar el postre de vainilla, porque, señor de mierda, no todas las batallas hacen ruido".

 

Los Mocos de la Furia

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La furia puede ser más grande que el enojo, más roja que la tristeza, más pesada que el resentimiento. Puede ser más feroz que la rabia y más duradera que un berrinche. Es una emoción fuerte y difícil, aunque a veces, frente a las injusticias o los malos tratos, aparece y resulta imposible contenerla. Liliana Bodoc nos cuenta en este libro su primer día de furia, ese en el que fue testigo de la humillación de su gente querida. Pero también nos descubre una extraordinaria posibilidad: la de conjurar la furia con el poder de las palabras

 

 

Por Liliana Bodoc.

 

La furia, como moneda que es, tiene dos caras: puede ser látigo sobre la avaricia de los mercaderes, pueden ser patadas contra las costillas del caído.

La furia, como máscara que es, tiene dos muecas; la del oprobio y la de Dios. Habrá que decir que nada se opone tanto y para siempre como las dos caras de una misma cosa, tal vez porque la diferencia es lo único que les da identidad. Soy cruz porque no soy cara. Soy Dios porque no golpeo a un niño.

Aunque de lejos sus ademanes se parezcan, hay diferencias constitutivas entre la una y la otra. A mí me gusta pensar en los motivos.

Los motivos de la furia que llamaré, provisoriamente, divina, deben ser entendidos como metáforas. Furia que no tiene un destinatario específico, que no intenta someter a un individuo sino impugnar un mundo. Furia, en cierto modo, como una acción performática y estética que procura desbaratar la conciencia hegemónica, la idiotez hegemónica.

Y bien, aquella furia de mis 9 años quiso ser divina.

Y fue tan decisiva que aun perdura, y soy capaz de revivirla como si no hubiesen pasado 50 años desde la noche en que el flamante director de la cementera llegó a cenar a mi casa.

Fue un acto de gentileza por parte de mi padre, jefe del laboratorio, que por entonces lidiaba con su reciente viudez y sus viejas deudas, severamente agravadas.

Mi abuela salió al rescate. La vi lavar acelga, picar bien finita la cebolla, la vi acumular una pila de panqueques, y cocinar la salsa con su estofado durante un tiempo considerable. La vi poner en agua jabonosa las flores de plástico para que lucieran como recién cortadas de un jardín imaginario. Y por último, la vi hacer malabares para llegar al postre.

¿Se acuerdan? Esa crema de vainilla, leche, azúcar, huevos, con canela a veces, o con cascarita de limón... Después de una cena silenciosa y tensa, llegó el postre y con él mi primer y peor día de furia.

El ingeniero director encendió un cigarrillo, asunto que en ese tiempo era plenamente admisible.

Tal vez por mi estatura, quién sabe. La cosa es que yo advertí el desprecio incipiente en el modo en que apartó de sí la compotera de vidrio azul, generosa de crema de vainila. Entonces apoyé la barbilla en la mesa, y me quedé observando, vigilando, segura de que se avecinaba un mal momento. Y, en efecto, llegó.

Fue exactamente cuando el ingeniero director, en un gesto ostentoso, apagó el final de su cigarrillo en la crema de vainilla que no había tocado, justo en el centro.

Mi abuela agachó la cabeza. Mi mundo humillado. Así como recordaron la crema recordarán esas lágrimas que antes de resbalar, queman. Esa fue mi primera acción. Y de inmediato se desató una performance desquiciada.

Me paré y di un grito que debió ser incomprensible para los presentes. Grité, chillé. El grito tomaba aire y continuaba. Empecé a golpear el piso con los pies y a manotear el aire. Me recuerdo como un animal, coceando y alzando el cogote. Indomable aun para mi padre que intentaba sostenerme.

"Hace poco que se murió la mamá", dijo mi abuela a modo de justificación. Del invitado no sé decir nada porque no lo veía.

Estuve sola en las cuatro esquinas de la asfixia, atragantada de palabras desconocidas, sacudida por el hipo, modelo de Edvard Munch, hija de Aguirre. Así, hasta que la chorreadura de mocos me detuvo en seco.

Mi abuela se disculpó por mí y me llevó al dormitorio. 50 años después no quiero realizar el movimiento de culpar a mi orfandad de aquella primera furia, no quiero quitarle a ese hombre ni un gramo de responsabilidad. Al revés, reinvindico esa furia como un bautismo. Me aferro a ese látigo, sigo escribiendo con la barbilla sobre la mesa, y escucho el crujido de la brasa contra la ofrenda.

"A usted le hablo, señor que lo invitamos a mi casa, yo pienso que si no le gustaba lo dejaba y listo, yo me lo comía después, porque mi abuela no tira nada, ni el pan duro, señor que lo invitamos a comer canelones y usted apagó el cigarrillo en el postre que es difícil de hacer porque hay que estar revolviendo y revolviendo para que no se agrume, y después un secreto para que no se le haga cascarita arriba, porque si hubiera tenido cascarita usted no podía apagar el cigarrillo. ¿Viste abuela?, eso te pasa por esmerarte. Cuando estoy con la barbilla en la mesa es porque pienso, y ahora pienso que usted va a apagar el cigarrillo sobre la gente, o "disparen al negro" que es lo mismo, o se habrá desbarrancado o fueron los indios pata sucias... Cuando sea grande voy a cocinar el postre de vainilla, porque, señor de mierda, no todas las batallas hacen ruido".